Evangelio y reparación

11 noviembre, 2019

El evangelio leído hace algunos domingos es el famoso pasaje de Jesús y Zaqueo, el publicano (Lc 19,1-10), a quien injustamente le han tachado de bajito, pues el pasaje no indica quién era el bajo, Zaqueo o Jesús. Pero, dejando lo anecdótico a un lado, hay que indicar que los publicanos eran judíos que cobraban los impuestos para el imperio romano, derecho que obtenían en lo que hoy llamaríamos una licitación. Ganada la licitación y pagada la cantidad acordada a la autoridad romana, procedían a recaudar de sus compatriotas bastante más de lo que habían pagado, obteniendo así suculentas ganancias (Lc 3,12; 19,8). Evidentemente, eran abiertamente odiados por sus compatriotas, dado que se enriquecían a costa de ellos con los impuestos impuestos por el invasor.

Quisiera aclarar que en la Biblia ser rico no es un pecado ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Lo que sí condena con energía es la riqueza mal habida, la riqueza obtenida estafando o robando a los demás, y de manera especial a quienes menos tienen.

No hay que ser demasiado letrado para darse cuenta de la relación directa que hay con uno de los motivos más relevantes del, para nada sorprendente, estallido social que hemos experimentado. Por años la mayor parte de nosotros hemos sido robados con alzas y precios exorbitantes que han generado ganancias multimillonarias a un grupo de privilegiados. Grandes empresas que incluso han financiado prácticamente a toda la clase política, la que hizo un pacto para detener la investigación correspondiente, como recordaba no hace mucho el ex fiscal Gajardo, quedando hasta el momento impunes.

Uno de los grandes peligros que, me parece, se cierne en la situación actual es el de que nos olvidemos de establecer las correspondientes responsabilidades y todo se cubra con un manto de impunidad. Zaqueo, el publicano rico del evangelio, dio la mitad de sus bienes a los pobres y a quienes había defraudado les devolvió cuatro veces lo estafado (Lc 19,8).

No se trata sólo de empezar ahora a hacer las cosas mejor, a empezar a ser un poco más justos, también está la obligación, el deber de reparar el daño causado.


La paz es fruto de la justicia

10 noviembre, 2019

Hace unos días fui invitado a la inauguración de la séptima versión de la Semana de la Cultura y de las Artes en la parroquia San Agustín (Concepción) con una ponencia sobre la paz en la Biblia. Centré mi exposición en la íntima relación que existe entre la paz social y la justicia.
Los profetas del Antiguo Testamento fueron quienes denunciaron con energía las injusticias, inequidades sociales, corrupción, opresión y explotación que se daban al interior del pueblo de Israel, como una grave ofensa contra Dios.
A modo de ejemplo, menciono a Amós quien, en el año 760 a.C., criticó ácidamente, por una parte, a los jueces que no cumplían con su deber de impartir justicia, sino que se vendieron a los poderosos (jueces venales han existido siempre), dejando en la más absoluta indefensión a quienes eran explotados; por otra parte, a todos aquellos que rendían culto a Dios con abundantes sacrificios, pero sin practicar la justicia (Am 5,21-27).
Los profetas afirman que Dios aborrece el culto sin justicia, pues se presenta como una especie de chantaje que se le hace a Dios, en cuanto que los oferentes ofrecían esos sacrificios para que Dios no les tomara en cuenta sus fechorías y pudiesen seguir cometiéndolas impunemente. Es exactamente el caso de aquellos empresarios “piadosos” de la actualidad que van a misa, incluso todos los días, y explotan o son injustos con sus empleados. El cúmulo de sacrificios o de misas sin justicia son repulsivos para Dios. Todo esto encuentra su más formidable expresión en la afirmación de Isaías 32,17: “la paz es fruto de la justicia”.
Por otra parte, el profeta Jeremías denuncia a los “profetas de paz”. ¿Quiénes eran estos personajes? Eran aquellos que predicaban paz, esto es, que todo estaba bien, cuando en realidad era todo lo contrario. Eran los que disfrazaban las crisis: “Curan a la ligera la herida de mi pueblo, diciendo: ‘Va todo muy bien’, cuando todo va mal” (Jer 6,14). No es difícil recordar a tantas autoridades de diversos ámbitos, incluida la iglesia, que, o niegan las crisis, o hacen oídos sordos a los justos reclamos de la gente.
En Lucas 16,19-31, Jesús con la parábola del hombre rico, que celebraba banquetes todos los días, y el pobre Lázaro, quien, lleno de llagas, se encontraba en su puerta, critica la indolencia de los poderosos que no se inmutan ante la miseria de los necesitados.
Durante decenios hemos sido robados por grandes empresas con sus cobros desmedidos. Las AFPs e Isapres tienen todos los años ganancias de miles de millones de pesos, las que constituyen una inmoralidad. Somos uno de los países que tiene una de las brechas salariales más grandes del mundo, lo que es un escándalo y genera irritación. Y así podríamos seguir con un largo etcétera. Además, como ya se ha dicho, para peor hay una larga lista de “profetas de paz”, es decir, de autoridades que o no son capaces o derechamente no quieren ver esta cantidad intolerable de injusticias que claman al cielo.
El discurso oficial, expuesto por el presidente y el ministro del interior, es de una ceguera inaudita: ni estamos en guerra ni la raíz de los problemas es la violencia, esta violencia es consecuencia de…, porque, así como la paz es fruto de la justicia, la violencia es fruto de la injusticia. Nos tenemos que unir para luchar contra las injusticias y la corrupción.


Sacerdocio y celibato

14 junio, 2014

ImagenGran revuelo han provocado en los últimos días las palabras del Papa Francisco sobre que el celibato no es un dogma de fe sino una práctica disciplinaria de la Iglesia de rito latino, por lo que podría ser cambiada. Tales declaraciones han producido, además, interpretaciones erróneas en el sentido de que a los sacerdotes se les podría permitir casarse o que hay otros ritos católicos, como los orientales, en que hay sacerdotes casados. Para definir el término, célibe significa no casado.
En realidad, en estricto sentido no hay sacerdotes en ejercicio que se hayan casado. Digo, “en ejercicio”, porque muchos conocemos sacerdotes que sí se han casado, pero para ello han abandonado el ministerio sacerdotal. Lo que hay, tanto en los otros ritos de la Iglesia Católica como en las Iglesias Ortodoxas no católicas, son hombres casados que posteriormente han sido ordenados como sacerdotes. En tales ritos e Iglesias, hay hombres célibes, normalmente monjes, y hombres ya casados que han recibido el sacerdocio y en ellos no hay ningún hombre casado que haya sea Obispo. El episcopado está reservado a los sacerdotes célibes que provienen del monacato. Cada uno debe quedarse en el estado en que estaba cuando recibió la ordenación sacerdotal. Si la recibió célibe, ha de seguir célibe; si casado, ha de seguir casado. Desde esta perspectiva, lo que nosotros, en el rito latino, tenemos como más cercano a esa realidad, es la figura de diáconos permanentes, esto es, hombres casados que son llamados por la Iglesia Católica al diaconado. Pero, si alguno de ellos enviuda, no puede contraer segundas nupcias.
Quisiera también aclararles especialmente a todos quienes tienen la costumbre de achacar todo lo que pareciera restringir la libertad o la naturaleza a la Iglesia Católica, que el celibato es un valor altamente apreciado por grandes religiones milenarias, como se puede ver en los hombre santos hindúes y en el monacato tanto hindú como budista. También se vivió el celibato en una corriente importante de la rama judía de los esenios.

Efectivamente, el estilo de vida célibe en el catolicismo no es un dogma sino una disciplina establecida por la Iglesia que se inspira en el ejemplo de Jesucristo, quién no se casó, y en sus propias palabras: “Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres, y hay eunucos por el Reino de los Cielos” (Mateo 9,12). El celibato es un estado que le permite tanto al sacerdote como a cualquiera que es célibe, volcarse con todo su ser, con todas sus energías, con un corazón indiviso a servir el Reino de Dios, servicio que se manifiesta en la lucha por la justicia, en hacer llegar la preocupación solícita y amorosa de Dios Padre a quienes más la necesitan, a los más carenciados, a los solos, a los pobres, a los niños indefensos en gestación en los vientres de sus madres, a los pobres, a los ancianos abandonados y a un largo etcétera. Por eso, pienso, junto a muchos otros, que el celibato es un don de Dios a la Iglesia, que ha de conservarse. Esto no significa cerrar la puerta a la posibilidad de ordenar como sacerdotes a hombres casados. Ambas alternativas no son excluyentes, pueden coexistir perfectamente.


Sábado Santo: Jesús muerto entre los muertos

23 abril, 2014

sepulturaA los creyentes nos cuesta reflexionar en el Sábado Santo, está como un paréntesis incómodo entre la crucifixión de Jesús del Viernes Santo y su resurrección el Domingo de Resurrección. Como para alejarnos de esa incomodidad, empezamos a retroproyectar en el sábado lo acontecido el domingo para que no quede vacío. El Sábado Santo no puede ser sino incómodo y casi pavoroso, porque Jesús está muerto y Dios en silencio. Es la pavorosa experiencia de la ausencia de Dios.
Jesús podría haber muerto, de la forma horrible en que lo hizo, y haber sido inmediatamente vuelto a la vida, así como mágicamente, constituyendo así el final feliz de un cuento, el happy end de una película. Pero el Papa Francisco, en su catequesis del miércoles pasado (16 de Abril, 2014), nos ha dicho que la resurrección no es eso. No hay resurrección si no hay verdadera muerte.
Ante la muerte, de seres queridos por ejemplo, nos detenemos. Y ella nos detiene a nosotros cuando nos llega. Por tanto, es apropiado detenernos para pensar en la muerte de Jesús.
Para quienes creemos en Cristo, él es el Hijo de Dios encarnado, la mayor expresión del amor de Dios que, humanado, se ha hecho solidario con nosotros hasta el final, hasta las últimas consecuencias, lo que significa que si en su existencia terrena fue solidario de los vivos, en su tumba se hace solidario con los muertos. ¿Y qué es lo más propio de la muerte? La incapacidad de comunicarse, la exclusión del amor y de la comunidad; en una palabra, la soledad. La muerte se puede considerar como el aislamiento total. El Hijo de Dios encarnado también experimentó esa soledad, pues sufrió real y plenamente nuestra muerte humana con todo lo que ella significa y abarca. Jesús, precisamente por su experiencia totalmente única de intimidad con Dios, sufrió el aislamiento de la muerte y la consecuente lejanía de Dios con más hondura y radicalidad que nadie. Jesús, al experimentar radicalmente la soledad de la muerte, solidariza con esa soledad, con su soledad acompaña nuestra soledad, preciosa paradoja que se convertirá en el punto de inflexión, pues rompe la soledad desde dentro. Sufre la soledad para rescatarnos de ella, tanto en las soledades de nuestra vida como en la soledad de nuestra muerte. Porque Dios es la omnipotencia del amor, puede realizar la impotencia del amor. Puede experimentar el sufrimiento y la muerte sin sucumbir a ellos. Sólo así puede redimir nuestra muerte mediante la suya.
En Jesús, Dios por amor ha descendido hasta lo más profundo de la condición humana, el aislamiento total y la impotencia radical de la muerte, para acompañarnos en ella y rescatarnos de ella.
A partir de su muerte ya nadie más muere completamente solo.


¿Dónde estaba Dios?

13 agosto, 2013

Cruz DalíMuchísimos creyentes se hicieron esta pregunta durante la catástrofe y seguramente se la han repetido en este aniversario. Los mismos «Jaivas», que experimentaron esta catástrofe en carne propia, pudieron haber interpretado en su actuación conmemorativa en Talcahuano su tema «¿Dónde estabas tú?», dirigiendo esta pregunta a Dios y adecuando la letra a las circunstancias.

Para intentar responderla voy a recurrir a un pasaje escalofriante escrito por el judío Elie Wiesel, sobreviviente del campo  de exterminio de Auschwitz-Birkenau, ubicado en Polonia, en su novela «La Noche». En ella dice: «Allí, ante la huida de unos reclusos, otros tres, dos adultos y un niño, elegidos arbitrariamente, fueron condenados a ser ahorcados. Los mandos del campamento se negaron a hacer de verdugos. Tres hombres de las SS aceptaron ese papel. Tres cuellos fueron en un momento introducidos en tres lazos. ‘Viva la libertad’, gritaron los adultos. Pero el niño no dijo nada. ‘¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?’ preguntó uno detrás de mí. Las tres sillas cayeron al suelo… Nosotros desfilamos por delante…, los dos hombres ya no vivían…, pero la tercera cuerda aún se movía…, el niño era el más liviano y todavía agonizaba retorciéndose en la horca… Detrás de mí oí que el mismo hombre preguntaba: ‘¿Dónde está Dios ahora?’ Y dentro de mí oí una voz que me respondía: ‘¿Que dónde está? Ahí está, colgado de la horca». Sin entrar a discutir la historicidad de este relato, la pregunta es válida: ¿Dónde estaba Dios en el horror de los campos de concentración? Y aplicado a nuestra realidad: ¿Dónde estaba Dios en el terremoto y en el subsiguiente maremoto?

Para empeorar las cosas, paradójicamente en las lecturas bíblicas de la Iglesia Católica del domingo pasado, justo cuando se conmemoraba un año de la tragedia, la del Antiguo Testamento decía: «Pero dice Sión: ‘El Señor me ha abandonado, se olvidó de mí’. ¿Pero acaso una mujer olvida a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido (Isaías 49,14-15). Y el evangelio versaba sobre el abandono y confianza de la comunidad creyente en la providencia divina (Mateo 6,24-34), es decir, en la preocupación solícita de Dios por cada uno de nosotros. ¿No son estas lecturas una contradicción flagrante con la catástrofe padecida? ¿No son una burla cruel de un Dios trascendente y lejano? ¿Se tratará de un Dios sádico que se complace con el sufrimiento de los hombres y nos quiere conducir a la desesperación para deleitarse en ella?

¿Dónde estaba Dios? Para el judío Wiesel Dios estaba colgado retorciéndose en la horca. Para nosotros los cristianos, Dios está en Jesucristo colgado retorciéndose en la cruz.

En una visita pastoral que hizo Benedicto XVI al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau el 28 de Mayo del 2006, a propósito de un convento de religiosas carmelitas que hay en las cercanías, decía que ellas «conscientes de estar particularmente unidas al misterio de la cruz de Cristo, nos recuerdan la fe de los cristianos que afirma que Dios mismo ha descendido al infierno del sufrimiento y sufre juntamente con nosotros»

¿Dónde estaba Dios? Dios estaba en la cruz de Jesucristo muriendo con todos los que murieron, ahogándose con todos los que se ahogaron, sufriendo con todos los que sufrieron y aún lo hacen. Dios en Jesucristo ha hecho propio, ha incorporado el sufrimiento humano, para que nunca nadie más sufra en soledad. El Dios de Jesucristo es un Dios que sufre con el ser humano, pero que no sucumbe ante el sufrimiento ni ante la muerte. No queda atrapado por ellos. Si fuera así, no podría hacer nada por nosotros. Sin embargo, vence el sufrimiento y la muerte por medio de la resurrección, triunfo que comparte con nosotros ya en esta vida. Es esta esperanza cierta en el triunfo de la vida que Dios nos regala la que nos consuela, nos anima e incluso nos alegra, pues nos permite levantarnos, reconstruirnos como seres humanos y como sociedad, y nos proporciona la capacidad de transformar los signos de muerte y destrucción en semillas de resurrección.

Columna publicada en El Sur, domingo 6 de marzo de 2011 y escrita al cumplirse un año del terremoto.